Confesando nuestra fe histórica

Nuestra fe y su seguridad no proceden de la carne ni de la sangre, es decir, de poderes naturales dentro de nosotros, sino que son la inspiración del Espíritu Santo, a quien confesamos como Dios, igual con el Padre y con su Hijo, quien nos santifica, y por su propia acción nos lleva a la verdad total, sin el cual seríamos para siempre enemigos de Dios y desconocedores de su Hijo, Cristo Jesús. Por naturaleza estamos tan muertos, ciegos y pervertidos, que no podemos sentir cuando somos aguijoneados, ver la luz cuando brilla, ni asentir a la voluntad de Dios cuando es revelada, a menos que el Espíritu del Señor Jesús avive aquello que está muerto, ilumine la oscuridad de nuestras mentes, e incline nuestros obstinados corazones a obedecer su bendita voluntad. Y así como confesamos que Dios el Padre nos creó cuando no existíamos, y así como su Hijo, nuestro Señor Jesús, nos redimió cuando aún éramos sus enemigos, así también confesamos que el Espíritu Santo nos santifica y regenera, sin tener en consideración nuestros méritos, tanto antes, como después de nuestra regeneración. Para decirlo en forma más clara: así como renunciamos voluntariamente a cualquier honor y gloria por nuestra propia creación y redención, así también lo hacemos por nuestra regeneración y santificación, ya que por nosotros mismos no somos capaces de concebir un solo pensamiento bueno; el que ha comenzado la obra en nosotros nos hace perseverar en ella, para la alabanza y la gloria de su inmerecida gracia.
La Confesión Escocesa 3.12